
Educar es algo que hace todo el mundo. Hay personas que educan con buenas intenciones pero con resultados discutibles. Otros educan con malas intenciones aunque no siempre consiguen sus propósitos. Hay educadores de oficio y los hay de beneficio. Se puede educar con intención o sin querer.
Sin embargo en la actualidad se ha convertido en un proceso abierto, heterogéneo, contradictorio, de resolución casi imprevisible. No hay una sola sociedad con una educación común, del mismo modo que tampoco existe un acuerdo básico entre educadores, ni una voz autorizada para imponer criterios, ni siquiera -afortunadamente- una autoridad a quienes todos obedezcan.

Ante las nuevas dificultades educativas debemos pensar e cómo responder a los desafíos actuales. Que haya muchas voces y formas de educar no es el problema. El problema es que reine la confusión, la desorientación. Que las voces y los estilos sean contradictorios tampoco tienen porque ser malos, al fin y al cabo es el resultado de la libertad de expresión y de la pluralidad en la que vivimos.
Lo que si debemos de saber es cómo educar y a su vez respetar esta pluralidad de proyectos. Necesitamos un proyecto de comunidad nacional. Enseñar las lenguas nacionales, la tradición histórica, su legado cultural diverso, dar a conocer su realidad física y humana, asegurar la lealtad a las instituciones y reglas democráticas o lo que es lo mismo las bases de una cultura nacional, la nuestra. Si renunciamos a ella ponemos en peligro a la sociedad en la que vivimos.
Para empezar a mejorar revisemos los procesos comunicativos entre padres, alumnos, profesores, instituciones, expertos y hagámoslos más fluidos. Quizás así todos sepamos estar en nuestro lugar y a su vez seamos capaces de reconocer el lugar del otro.
Puede ser un principio. Un buen principio que nos ayude a mejorar la educación.